Si democracia e Islam son contradictorios la revuelta de El Cairo solo puede haber sido un sueño. Cuando la noche del jueves el presidente Mubarak insistía en mantener el poder hasta las elecciones de septiembre y las expectativas se vinieron abajo, parecía que el movimiento quedaba huérfano y que todo quedaría en unas cuantas reformas. El milagro, no obstante, se producía solo unas horas después. Sin necesidad de que el Ejército interviniera, ni que las protestas masivas acabaran en un estallido de violencia, Mubarak se ha ido.
La retirada se ha cocido en los pasillos, pero la razón por la que todo esto empezó y la que ha obligado a Mubarak a ceder el poder es la protesta pacífica y constante de millones de personas. Han conseguido resquebrajar el sistema hasta hacerles entender que el poder estaba en la calle.
Termina una época y en el nuevo escenario de momento solo aparecen dos certezas: que el control está en manos de los militares, pero el poder está en la calle. El reto inmediato será reducir el margen tan amplio que hoy por hoy separa las expectativas de la movilización social, de la calidad de sus instituciones políticas. No es un camino exento de riesgos, pero de lo que suceda en Egipto a partir de ahora no depende únicamente la suerte de quienes han salido a la calle para protestar contra un régimen corrupto y arbitrario, en parte también depende la nuestra. La revolución egipcia ya es universal y si hasta ayer el país era una hoguera y la incertidumbre una preocupación que ha mantenido al mundo en vilo, ahora está en juego una determinada manera de entender hacia dónde camina la sociedad global del siglo XXI.
El sueño de la libertad ya se celebra en las calles, es ahí donde ahora mismo está la democracia en Egipto. Que se instale en el menor tiempo posible en las instituciones depende de ellos, pero también de nosotros. No les dejemos solos, después de tantos años de opresión, Egipto ha regalado al mundo una lección democrática, lo importante ahora es que no se quede en el sueño de esta noche pasada.
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