La cita más popular de Richard Whatley es, creo yo, "Enseñar a quien no quiere aprender es como cultivar un campo sin ararlo". Me pregunto si en realidad el problema es que la gente no quiera aprender. Probablemente sea cierto que no quieren aprender esto que yo intento enseñar. Seguramente a ninguno de ellos les parece algo útil para su vida personal. ¿De qué le puede servir a alguien hablar de la utopía, la epopeya y el mito en “Cien años de soledad”? ¿Qué puedo decirles yo que no haya dicho Carlos Fuentes al respecto? ¿Para qué quieren ellos leer a Carlos Fuentes? ¿Qué gano yo y que ganan ellos haciendo un análisis del lenguaje hiperbólico en la obra? “Nada” parece ser hoy la respuesta a todas mis preguntas.
Hay momentos en los que todo, absolutamente todo el trabajo que uno hace, todos los conocimientos que presume tener se convierten en un estorbo, en una tara. Empieza uno a trabajar con el corazón destrozado, sin esperanza alguna de que las cosas funcionen, sabiendo que toda empresa está condenada al fracaso. Claro, hay cosas buenas.
Hay grupos con los que no necesito sino compartir lo maravillosas que han sido para mi vida ciertas obras literarias. Estudiantes que leen con amor, con sed, para los que nunca basta la clase y que no se imaginan un mundo en el que no pudieran conocer a los autores que en ese espacio aparecen. Personas que siempre tienen una pregunta en la boca. Esos son los menos. Pero son, y nos mantienen de pie.
En mañanas como esta el mundo es tan miserable. Todas las buenas intenciones son atropelladas por la realidad de un mundo en el que todo parece tener mayor valor. Asesinadas por cosas contra las cuales no sé como pelear. Me dirán, “hay que motivarlos”, “hay que hacer las clases más divertidas”… ojalá fuera un show. Ojalá mi intención fuera que se divirtieran y no que pensaran, porque yo, con honestidad, no creo que pensar tenga que ser algo “divertido”. A mí me gusta la idea del trabajo, del esfuerzo. Rehúso ser un comediante que muestra su materia por los lados por miedo a violentar estos vírgenes cerebros que se nos sientan al frente todas las mañanas. No quiero cogerlos con pinzas. No creo que tenga que dejar de escribir con ellos, de hacer debates, de leer, para ver películas o dedicarme a contar chismes literarios. Pero tampoco soy un policía. Nunca inspiraré miedo, esa sensación desagradable que los estudiantes sienten antes esos profesores que creen que por no hablarles o mirarlos a los ojos o ser cadáveres sentados en un pupitre, los “respetan”.
Yo no soy Moisés y no le traigo las putas tablas de la ley al pueblo. No soy Joe Arroyo ni vengo con “La verdad”.
Pero claro, dirán algunos, yo soy una simple profesora de colegio. Para mí el problema no es la institución; en la cátedra universitaria me ha pasado exactamente lo mismo. Yo creo que es todo el sistema, desde el kínder hasta el posdoctorado, el que se encarga de someternos a profesores y estudiantes a la inexorabilidad de los esfuerzos inútiles, de las clases insufribles, de los estudiantes insoportables, de la enseñanza facilista donde, desde el sistema de calificaciones mismo entendemos, tristemente, que esforzarse es, la más de las veces, perder el tiempo.
Me pregunto si este es el mejor de los escenarios y lo peor de todo es que sí parece serlo.
Muchas personas que conozco dicen que lo más importante para aprender es la motivación. Yo creo que si bien la motivación externa es importante uno no puede aprender nada que no desee saber de corazón. También creo que ese deseo no puede ser pasivo, que siempre debe llevar a la acción. No hay nada que un profesor pueda hacer sin eso. Cada vez es menos lo que puede enseñarse y cada vez es menos lo que se quiere saber.
Ya no soy el docente adolescente de antaño. Tengo que dejar de leer "Demian". Tengo que dejar de creer, por lo menos un poco. "Hey! Teachers! Leave them kids alone!"... Eso es exactamente lo que pienso hacer.
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